Cada ciudad que se aprecia, además de poseer tradiciones y costumbres que la hacen única, cuenta con personajes que son parte integral de su historia y memoria. Algunos de ellos han inspirado obras musicales, literarias y monumentos que garantizan su lugar en el imaginario colectivo del país.
Por ello, la sección Bohemia Vieja les presenta “Yo soy el Caballero de París”, una “entrevista” realizada por el periodista Alberto Arredondo y publicada en nuestra edición 25, el 19 de junio de 1949, en las páginas 50-51 y 90-91.
En este texto los lectores tendrán la oportunidad de explorar los delirios del inolvidable personaje habanero, sobre sus orígenes y el significado de su nombre; el motivo de su larga cabellera y su abundante barba; las percepciones que otros tenían de él; sus mudanzas por diferentes lugares de La Habana y las razones detrás de ellas; testimonios sobre las ocasiones en que fue afeitado, lo cual consideraba un verdadero agravio; y las relaciones que creía mantener con políticos de su tiempo, entre otros temas, todo con un tono irónico e incluso humorístico.
Como complemento se incluyen varias fotografías publicadas en distintas ediciones de la revista, destacando la de su estatua más alegórica, situada en La Habana Vieja, un lugar de visita obligada para transeúntes y turistas tanto nacionales como internacionales.
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YO SOY EL CABALLERO DE PARÍS
Por Emanuel Méndez de Núñez, según lo contó a Alberto Arredondo
El “Caballero de París” es una de las figuras más populacheras de La Habana. Su estampa absurda y mugrienta recorre a diario calles y paseos. Sus largos cabellos y sus desordenadas barbas son cotidianamente la sorpresa y la burla de grandes y chicos. Y esa su simbólica capa negruzca y mugrienta, cuando es batida por la brisa del Golfo, le da a su humanidad un sombrío aire fantasmagórico. ¿Es un loco el Caballero de París? ¿Es un trastornado mental el hombre que así se presenta a la mirada y la crítica de los habaneros? Hay quienes dicen que sí… Pero hay quienes afirman que ese hombre no es un loco, sino un ser astuto que ha descubierto una estupenda manera de vivir sin trabajar. Sea lo uno como lo otro, importaba al periodista acercarse a él para tratar de conocer su historia, descubrir facetas de su vida y darle al lector de BOHEMIA un buen material para el análisis. Eso es lo que hemos hecho. Aquí brindamos un auténtico y veraz relato hecho por el “Caballero de París” a uno de nuestros redactores.
No, no me llamo así. Como hombre de rango tengo mis nombres y mis apellidos. Pero todos me dicen “El Caballero de París”. Mil veces he renegado de ese apodo que me ridiculiza. Yo no soy caballero, sino Rey. Yo no soy de París sino de España, de un lugar de cuyo nombre geográfico no quiero acordarme.
No me pregunte la fecha de mi nacimiento. Los reyes como los dioses no tienen memoria. Y si la tienen, la saben disimular. Sé que faltaba poco para que naciera un siglo. De temprano me gustaba vagar por las dehesas de mi aldea.
No tuve Rocinante ni Sancho Panza, pero fui gentilhombre y caballero andante, desfaciendo entuertos y castigando injusticias, como aquella actitud incalificable de un gallo jerezano queriendo abusar de una pequeña gallina prieta de las Indias. Tomé la lanza y lo degollé de un tajo. Fue muy sabroso el gallo asado a la española. Claro, yo debo andar por los cincuenta, pero no lo diga. Las alcurnias como la mía no se rinden ante el almanaque. Recuerdo que era muy joven y tenía fiebre. Sudaba y soñaba… soñaba con viajar y cinco meses más tarde me vi viajando por Francia, entre bombas, tiros y quejidos. Un espectáculo espantoso para la gente corriente. Pero de una gran belleza para los gladiadores como yo. Aquel era mi ambiente. Y si no peleé con las armas en la mano fue porque no tenía edad. Por eso embarqué para Cuba. La Habana me deslumbró como una mujer hermosa. Era mi Dulcinea y para dama de tales merecimientos, era necesario que yo le rindiera un tributo grande y extraordinario. Por eso me dejé crecer el pelo y la barba. Y en la “Acera del Louvre» me empezaron a llamar “El Caballero de París”.
Decían que yo era igual que D’Artagnan, aquel mosquetero célebre que inventó Alejandro Dumas. Pero eso era mentira. Y en cambio, yo era una verdad que andaba, gritaba y hasta comía. Yo no salí de ningún cerebro. Yo salí por donde salen todos los hombres y también todas las mujeres. D’Artagnan era mosquetero y yo era Rey, yo era Dios, yo era el profeta de una nueva doctrina y una nueva religión que habría de redimir al mundo.
Le dije que le iba a decir mí nombre y se lo voy a decir. No… No se lo diré, se lo apuntaré en este anuncio de una sastrería. Vaya fijándose. Me llamo Don Emanuele Francisco José Antonesco María de Jesús San Germán Carlos Alfonso Luis Felipe Santiago Pelayo Enrique. Y mis apellidos, los grandes apellidos de mi prosapia y de mi árbol genealógico, son los siguientes: López Llervandik Grau Mauraz Soto Méndez de Núñez Luna de León y Flandes de Viena.
Expresé que no me gustaba que me llamaran “El Caballero de París” y es mentira. Me gusta, pero no con el significado de que yo sea aquel mosquetero tonto que se enamoró de una reina y luego se la dejó arrebatar por un tal Buckingham. A mí no me hacen eso. Si me enamoro de una reina, la rapto inmediatamente y le ofrezco un reino nuevo. Yo soy una gran espada, un gran mosquetero, un gran señor de todos los señores. Está claro. Yo soy un auténtico, un legítimo caballero de París, corsario con los hombres, galante con las damas, príncipe de la paz, divino emperador y Rey del mundo.
No se ría… Yo soy rey del mundo, porque el mundo siempre está a mis pies. No me mire los mocasines sucios. Mire la acera, mire la tierra, mire el pavimento. Todo está debajo de mí. Arriba el cielo, del cual procedo y al cual iré para irle a pedir cuentas a los filisteos que han entrado por sorpresa.
No se siga riendo. Usted será todo lo periodista que quiera, pero yo soy el príncipe de la paz. Sus carcajadas están ofendiendo la limpia imagen de Carlos III bajo cuya estatua no se puede conversar irreverentemente.
Míreme… Míreme… y ahora ríase como le dé la gana. No me importa. Estos lápices que aquí tengo amarrados a mi cintura son para escribirle a mis grandes fuerzas que están distribuidas en el mundo entero. Sus jefes me identifican por la punta de cada uno de estos creyones. Estas revistas viejas, constituyen mi archivo. Ahí en ellas están las citas históricas que son el manjar con el que me alimento. Este reloj amarillo me lo encontré en la calle. Me lo debe haber arrojado un santo del cielo para que yo nunca sepa la hora en que vivo. Y este pantalón y esta capa son de legítima muselina. Una muselina sucia, pero que es legítima muselina azul. Los dioses solo visten muselina azul.
Claro que me mudé de mis hermosos predios de la calle Prado. Tuve que trasladar mi reino para esta avenida de Carlos III. La causa todos lo saben. Ya la prensa la ha publicado. Querían que yo rescatase a Chibás. Deseaban que yo mandase a buscar a mis mosqueteros de Bélgica, a mis suizos de Holanda, a mis belgas de Dinamarca y a mis corsarios argentinos de Washington, para organizar la santa cruzada del rescate de Chibás. Pero eso era imposible. Las compañías de aviación me negaron pasaje para tanta gente. Un tal López Porta, de Prado y Trocadero, llamó a un policía y me amenazaron con ir a hacerle compañía a Chibás. Por eso renuncié a la epopeya. Chibás era capaz de quitarme mi capa, mis condecoraciones y hasta mi propia historia. Él también aspira al cargo de príncipe de la paz y rey del mundo.
No… No, no soy ortodoxo. Lejos de pertenecer al partido de Chibás, es él el que pertenece a mi partido. Por eso yo le escribí a Franco, para que le dieran a Grau San Martín el título de Duque de Avilés, que corresponde a Asturias. Pero la familia de Grau se opuso. Creo que hasta lo dijeron por radio. Yo no desespero de ver a Grau ingresando en mi partido y usando esta hermosa y augusta vestimenta. Pero jamás podrá usar la muselina azul. Él tendrá que usar gabardina negra.
Acabo de dirigirle una carta al Papa para que le den una condecoración a Prío. San Ignacio de Loyola, tan correntón de joven y tan purificado de viejo, es una figura cuyas condecoraciones son muy simbólicas. Prío experimentará un gran placer al recibirla, igual que Aureliano, que un día me miró de reojo al pasar en su máquina. Iba con un flaco muy feo que a mí me gusta mucho. Creo que se llama Raúl Roa. Un gran muchacho que debe venir a mi partido para que las píldoras milagrosas que yo he inventado, le den las cuarenta libras que le faltan. Prío no debe jugar al billar. Los tacos mexicanos dicen que hacen daño. Su hermano Antonio aspira a Alcalde. Me pidieron el voto pero yo no se lo daré. La familia debe quedarse en casa. Mi otro espíritu me comunicó anoche que Antonio no será Alcalde, sino Senador. Yo para eso sí lo pienso ayudar con los votos de mis alabarderos.
Claro… claro, amigo. Yo desayuno, almuerzo y como todos los días. Hay partidarios de mi doctrina que se preocupan de esos menesteres…
Yo nunca pido limosnas. Yo no imploro la caridad. Los dioses no se arrodillan.
Tampoco fumo. No bebo, carezco de vicios. Soy un hombre que solo se da baños de sol. El sol alimenta mucho. Si los políticos aprendieran a alimentarse con baños de sol, los dineros de Cuba estaban salvados.
No me lo recuerde… no me recuerde aquel momento terrible. Me afeitaron, me pelaron… me bañaron. Si llego a tener mis diez cañones, La Habana es bombardeada ese día. Fue un gran sacrilegio.
Todo empezó porque Pepito Izquierdo, cuando era el caudillo de La Habana, le cogió celos a mi figura… Andaba por media una dama que me prodigaba el encanto de sus mejores sonrisas. Entonces Pepito Izquierdo me mandó a secuestrar, me tuvo diez días encerrado a pan y agua y luego me impuso un armisticio leonino. Tuve que firmar la paz. Y entonces él me regalo una muselina nueva y una condecoración reluciente de cromo níquel de los mayores quilates. Pero me prohibió terminantemente pasearme por la Acera del Louvre.
Cuando cayeron los Pepitos y los Machados, entonces la gente nueva me volvió a secuestrar, diciendo que yo era del antiguo régimen. Calcule usted, señor periodista. Yo que soy un régimen por mí mismo, acusado de traicionar mi sagrada causa para pertenecer a otro régimen. Fue espantoso. Me pegaron, me maltrataron y para colmo de todos los colmos hasta me pelaron y me afeitaron. Ese hecho yo no lo olvidaré nunca. Cuando mis ejércitos invadan a Cuba todos ellos serán ajusticiados. A los dioses no se les ofende.
¿Que dónde duermo? Duermo en mi divino castillo, que es esa iglesia hermosa que se ve desde aquí y que se llama del Sagrado Corazón… Me quieren, me respetan y me prodigan muchas atenciones. Es explicable. Yo soy un dios un dios con capa, espada y pantalón de muselina, pero soy un Dios. Cuando rezo, me rezo a mí mismo, para pedirme perdón de algo que yo no he cometido.
Sí, claro… Yo debí ser periodista. Pero los príncipes valen más.
Una vez pasé por BOHEMIA, pero Quevedo no estaba, sino un portero atrevido que me miró como si yo fuera un fenómeno. A Humberto Rubio lo conozco y sé que alguna vez ha de contribuir a mis fondos reales, lo mismo que Mario Massens, que una vez me envió una corbata y yo se la remití con caja y todo a Ramón Vasconcelos. Luego me enteré que no se la entregaron. Ramón es también de París. Escribe como un francés legítimo. Yo estoy esperando una crónica sobre mi personalidad de rey del mundo.
Es lógico que sea popular… Todo el mundo me conoce. Todo el mundo me mira. Yo soy la leyenda que camina, la tradición sagrada que recorre las calles. Yo soy no un hombre sino un dios… Un dios que persigue la paz entre los humanos y la guerra entre los guerreros…
Créalo, amigo periodista… Los que me critican, me ofenden y hasta me desprecian, no saben ni sabrán nunca lo que hay en el fondo de mi corazón… Esos fariseos ignoran la gloria inmensa, la emoción profunda que uno experimenta cuando dice: Yo soy El Caballero de París…