Involucrado en el llamado proceso de la Escalera, hoy día se duda de que haya existido verdaderamente una conspiración, porque los colonialistas españoles jamás pudieron mostrar un plan, una proclama, una lista de complotados, un manifiesto o una bandera que probara la validez de la acusación
Por. / Pedro Antonio García*
El crítico español Marcelino Menéndez Pelayo, quien siempre se mostró muy parco en prodigar elogios a las personalidades de la literatura en lengua castellana, solía decir sobre Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido, que “quien escribió el magistral y primoroso romance Jicotencal, que Góngora no desdeñaría entre los suyos […], no necesita ser mulato ni haber sido fusilado para que la posteridad lo recuerde”. En respuesta a esas palabras, Cintio Vitier dijo que nosotros, los cubanos, sin olvidarnos de sus magníficos versos, también lo recordamos como el afrodescendiente baleado por la estupidez del colonialismo español y el racismo de todos los tiempos.
El juglar asesinado integró esa pléyade que, encabezada por José Martí y José María Heredia, hizo de la poesía cubana del siglo XIX la más importante de Iberoamérica, España incluida. Para Lezama Lima, el autor deJicotencal incorpora la gracia juglaresca a nuestra lírica, que salía del neoclasicismo para entrar al romanticismo: “Es innegable que en su verbo poético se expresan muchas de las condiciones de nuestra naturaleza, transparencia, juego de agua, enlaces finos y sutiles. Raro será el poema, aun en los más ocasionales, en que no se encuentre un giro gracioso, una metáfora aireada.
“Al igual que Heredia, aunque por motivos muy distintos, Plácido es de los primeros poetas cubanos que llegó a ser gustado por los cultos y por la gente del pueblo, pues unía la espontaneidad a un refinamiento cuya esencia es constante aunque desconocida. Fue la alegría de la casa, de la fiesta, de la guitarra y de la noche melancólica. Tenía la llave que abría la puerta de lo fiestero y aéreo”. Entretanto, el escritor y promotor cultural güinero Francisco Calcagno coincide con Lezama Lima en subrayar la cubanía del poeta mártir: “No canta sino a Cuba, y si alguna vez su fantasía salió de ella, es para cubanizar, por decirlo así, todo lo que pudo”.
La sociedad colonial en la que le tocó vivir nunca pudo perdonarle su innegable talento y su ascendencia africana. Fruto de los amores extramaritales entre una bailarina española y un peluquero mulato (La Habana, 18 de marzo de 1809), fue internado apenas nació en la Casa de Beneficencia, la cual le otorgó el apellido Valdés. Aunque su padre lo rescató de allí, solo pudo costearle dos años de colegio. No obstante, aún siendo un adolescente, ya improvisaba con facilidad décimas y cuartetas.
En 1834 comenzó a ganar popularidad al publicar su octava La siempreviva, de indiscutible impronta neoclasicista, que dedicó al poeta español Francisco Martínez de la Rosa, ministro de la Corona, quien lo invitó a trasladarse a España, donde pasaría inadvertido su mestizaje. El joven versificador rechazó cortésmente el ofrecimiento, amaba demasiado a su tierra, necesitaba de sus paisajes y su gente. No sería la única vez: cuenta la tradición que también quiso llevárselo para México José María Heredia, pero el juglar se negó a abandonar Cuba.
Ya radicado en Matanzas (1836), trabajó como redactor del periódico La Aurora con la obligación de publicar un poema en cada número. Le pagaban 25 pesos mensuales y según algunos coetáneos, el bardo redondeaba sus entradas improvisando cuartetas de ocasión para bodas, cumpleaños y bautizos. Sin embargo, un amigo suyo, Sebastián Alfredo de Morales, negaría años más tarde (1885) esa inculpación de versificador por encargo aunque reconocía que aceptaba obsequios cuando atravesaba momentos de penuria económica.
En 1838 publica su primer libro, Poesías. Cuatro años después da a conocer El veguero, cuaderno que agrupa letrillas y epigramas. Durante el siglo XIX fue el versificador de mayor aceptación y divulgación en Cuba, las reediciones de sus poemarios superan cuantitativamente a las de Heredia. Uno de sus biógrafos, Horrego Estuch, solía relatar que en sus recorridos por las calles de La Habana, en pleno siglo XX, escuchaba a declamadores callejeros recitar poemas de Plácido sin que supieran el nombre del autor de los versos.
La popularidad creciente del autor de Jicotencal y la lectura entre líneas de algunos de sus poemas que denotaban cubanía, concitaron la animadversión de los funcionarios coloniales quienes, independientemente de sus prejuicios contra el juglar, ambicionaban apoderarse de los bienes de la cada vez más próspera pequeña burguesía negra. El pretexto oportuno fue la delación de una esclava llamada Apolonia sobre una sublevación de esclavos que supuestamente se preparaba.
El 30 de enero de 1844 es detenido Plácido, acusado de ser uno de los jefes de la conspiración que luego sería denominada “De la Escalera”. Llama la atención cuando se consultan los legajos del proceso que contra los involucrados, el poeta incluido, no se esgrimió evidencia alguna. No se les halló un plan para la sublevación, una proclama, una lista de complotados, un manifiesto o una bandera que probara la existencia de un complot de tamaña magnitud. Solo aparecen en las actas las confesiones bajo tortura en la que los interrogados solo podían contestar con un sí o un no a sus interrogadores
Según testimonio de Francisco Jimeno, quien vivió el horror de aquellos días, no solo fueron expoliados quienes resultaron encausados sino además todos los hombres de color que poseían algunos bienes. Calcagno describió en sus Poetas de Color cómo las mujeres e hijas de los presos tuvieron que prostituirse.
El fiscal de la causa de Plácido –aseguraba Jimeno– se había premiado con $14 000 de honorarios y trató de embargar los bienes del dentista Andrés Dodge para cobrarlos a sus expensas, lo que no logró por las gestiones de un habilidoso y honesto abogado matancero, precisamente el padre del testimoniante.
Fueron obtenidas 35 delaciones que incriminaban a Plácido. Atados a unas escaleras –las cuales les dieron nombre a la “conspiración”–, decenas de esclavos, reos por convicción, sin evidencia alguna, eran azotados hasta arrancarles la confesión o la vida. Se supone que más de 300 murieron en esas sesiones de tortura.
De los cientos de involucrados en el proceso, a 78 se les condenó al fusilamiento, se sancionaron a más de 600 personas a penas de presidio entre ocho y 10 años; de un año a seis meses a más de 300; y se desterraron a 433 negros libres.
Al amanecer del 28 de junio de 1844, condujeron a Gabriel de la Concepción Valdés al sitio de la ejecución. Acompañaban al bardo habanero, entre otros, el teniente de las milicias pardas Jorge López; el hacendado Santiago Pimienta, propietario de 19 caballerías y 17 esclavos; el músico José Miguel Román, dueño de una afamada academia; Andrés Dodge, dentista de reputación educado en Londres; y el sastre Pedro Torres. A una señal los 44 soldados del pelotón hicieron fuego. Plácidosolo fue herido. “Adiós, adiós Cuba. No hay piedad para mí. Fuego aquí”, gritó. Otros cuatro soldados se adelantaron y terminaron la macabra tarea.
A 180 años de su muerte, el juglar asesinado sigue siendo un símbolo para la nacionalidad cubana, al embrionariamente representar, como acertadamente dijera el colega Pedro de la Hoz, recientemente fallecido, “la temprana urdimbre de lo que luego Guillén llamaría color cubano y la emergencia de una identidad inclusiva, aglutinante, transgresora de compartimentos y estancos”.
*Periodista y profesor universitario. Premio Nacional de Periodismo Histórico por la obra de la vida 2021.
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Fuentes consultadas
Los libros La forja de una nación, de Rolando Rodríguez; Historia de la Literatura Cubana, del Instituto de Literatura y Lingüística, y Lo cubano en la poesía, de Cintio Vitier. El ensayo La falsa conspiración de la escalera, de Ángel César Pinto. La compilación Plácido. Bicentenario del poeta (1809-2009), de Urbano Martínez.