Era previsible. El observador, en tanto escritor de novelas, verá lo que ya sabía: “Ella desespera, enloquecerá a fuerza de acordarse una y otra vez del caprichoso resorte de los nervios”. Dirá más: “En cualquier momento desborda su propio cauce de isla”.

Era previsible. El observador, en tanto fabulador de historias, confirmará lo sabido aun sin trazarlo en papel alguno, no porque la conozca; más bien a expensas de su intimidad, de su diario de detalles nimios, a los que el narrador le conferirá grandeza de ola, altura de salto mortal o disparo de nieve, en clara alusión a su cantautor favorito. Tal lo sentirá el observador, en tanto creador de un personaje.

Y ella ¿qué puede hacer si es solo una caracterización? Nada, pensará la protagonista “nonata” de ningún cuento. Puede ser que vuelva a intentar huir, a sabiendas de que no podrá dejar de ser la loca más cuerda del mundo.

Así y todo, soñará un océano de armonía, una bandada de cintas cuya propia fantasía le confirmará a ella –y quién sabe si al observador, en tanto fabulador de historias– que la vida, incluso la suya, ¿la de ambos?, va más allá de sus cabezas.

En esa obstinada certeza de andar, de cuando en cuando, a oscuras, a tientas, en la penumbra o en el derroche de sol, ella comprenderá que la vida se expande afuera en cada pulsación. Por eso el observador pensará mal, calculará erradamente.

Ella puede que muera mil veces, pero como el joven del “Eternoretornógrafo” de uno de los grandes, de Nogueras, el Wichy, “murmurará cerrando el libro de Apollinaire: este sí es poeta”. De personaje saldrá de la hoja virgen y recorrerá su propio camino.

¿Quién, el joven del poema de Wichy o Ella, la no nacida de fábula didáctica? ¿Quién, el observador, en tanto narrador, o todos juntos? No sé, qué más da. Ah, ah, tengo sueño.

Mañana continúo con este estúpido cuento y veré qué final escojo para los tres personajes.